La marea roja

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Estaban todos de pie, en una fila delante de las cámaras, cuando sonó el himno nacional. Nadie pudo cantarlo pues no tiene letra, sólo notas musicales. No les pareció serio a nuestros jugadores entonar un tarareo de la melodía del país que representaban. Pero, bien pensado, tal vez sea mejor la ausencia de versos en este caso, pues ¿cómo una tierra tan diversa en genes podrá ponerse de acuerdo en lo que el himno deba expresar? Así, si es sólo música, allí estaremos todos bajo la seducción y el amparo de las musas, de los sonidos, de la libertad de las significaciones.

Otro signo principal de la identificación española fue la bandera. Sus colores rojo y gualda alegraron las imágenes del personal futbolero. La bandera bicolor pasó a representar, de hecho y por decisión popular, a todo el país. La derecha clásica había perdido así esa prioridad particular que tanto ha dado que hablar. Por fin España vestida de rojo y amarillo era una, grande y libre. Y no por la acción del águila romana sino bajo los signos de una corona circunstancial, histórica, de transición, que se entusiasmaba con las paradas de Casilla o el gol de Fernando Torres. En la calle se mezclaron las tendencias varias. Todos con los mismos colores. Pudimos contemplar la marea roja de fans y aficionados vociferantes allá en Colón, cerquita de Génova acostumbrada a grandes manifestaciones privadas pero con la bandera de todos.

De pronto la enseña se había hecho popular y democrática junto a su pueblo. ¡Todos a Viena!, gritaban por las calles monárquicos y republicanos, divisas con toros negros. Rojo de sangre, de vida, de pasión, de guerra. Rojo como los días de fiesta de los calendarios cristianos. Amarillo de Sol y de oro, símbolo de lo masculino que en la noche impregna a la Luna entre luces pálidas y envía amores y susurros a la Tierra. Junto a ese ingenuo y futbolista nacionalismo español, el asombro de los pequeños autonómicos centrífugos, sin saber como ponerse, que no acertaban a entender bien, si se puede distinguir el fútbol de la política o es todo lo mismo. Nacionalistas periféricos, sin demasiadas expresiones de pasión ni sobresaltos, sin cuota de pantalla..

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Jugó el corazón contra la cabeza. Los alemanes sesudos rectilíneos, no podían entender que tenían que correr detrás de la pasión y el sentimiento. El sencillo blanco teológico y reformista no pudo con el brillo que tuvo encendidos y revolucionados a los españoles. Camisetas rojas, pantalones negros porque iban a muerte, bajo el eslogan de ‘podemos’.

Este país necesitaba algo grande que celebrar y a ese precio resultó barato que todos fuéramos felices por unos días. Por unas horas se demostró la capacidad de la televisión para unir a las gentes más allá de lo pensable. Saltos de júbilo, palmas y palmadas, brazos en alto de triunfo. Todos acelerados en unos tiempos de desaceleración. Super estrés máximo para una recesión que no llega a ser crisis según comunicado oficial.

Expresiones del inconsciente colectivo, sublimación deportiva del sexo, allí varones apasionados corrían tras la copa, recipiente y símbolo receptivo y femenino, como atraídos por sus delicadas curvas, tocar querían y amar la copa. Algunos, llegados al paroxismo, rezaban y se multiplicaban las devociones y devotos. Se santiguaban los deportistas, decían párrafos trascendentales los speakers.

Llegados a casa, un autobús que recordaba el ‘carrus navalis’ carnavalero, los entregó a las multitudes en un elemental entusiasmo coreado con euforia por la marea roja. Por último llegaron las audiencias de los jefes y gobernadores representantes del Estado y del Pueblo.

Toda una historia de tribu del siglo XXI con escenas de sencillez, sin maneras aprendidas, sin mayor protocolo.

Aunque hemos nacido para cosas mayores, como decían los clásicos, jugar a ser el mejor es un ejercicio que nos entrena para la vida en progreso. Insustituibles son, si queremos conquistar nuevas cotas, el esfuerzo, el entusiasmo y la disciplina.

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