( Mateo 11, 25-30) En la civilización de la productividad, el descanso es una pausa necesaria en el cansancio. En la civilización clásica era el negocio la negación del ocio (neg-otium), del tiempo dedicado al cultivo personal.
Hemos trastocado los términos y somos esclavos de esta vida de bienestar y abundancia. Nos parecemos al rey Midas, ¿os acordáis?, aquel que todo lo que tocaba se convertía en oro; pero con esa virtud “maravillosa” no podía comer nada porque todo se convertía en metal, no podía acariciar ninguno de sus fieles caballos porque se convertían en estatuas de oro; y cuando abrazó a su propia hija la convirtió en un trozo de metal sin vida.
Nos cansan las expectativas que imponen sobre nuestra vida: “tienes que comer o beber esto o lo otro”, “tienes que poseer esto o lo otro”, tienes que experimentar esto o lo otro”. Tanto tenemos que hacer en el trabajo y en el descanso que nos privan del sueño, de la conversación tranquila con la familia y los amigos, del tiempo necesario para reconciliarnos con nuestra vida dejando que Dios nos mire con su amor y con su luz.
Sólo los que se saben pequeños e insignificantes pueden descansar. Un paseo por el campo o por la playa nos descansa –si no “tenemos” que hacerlo por alguna razón espúrea–, porque nos muestra palpablemente nuestra pequeñez en medio de la inmensidad de la vida, y nos devuelve a nuestra verdadera realidad: pobres criaturas, hijos de Dios.
Mientras más queremos controlarlo todo más nos cansamos inútilmente. Tu vida, tu quehacer, tus tareas han de brotar no de la fuente de la obligación ética, ni de la imposición de la publicidad, ni de la imagen que de ti mismo quieres dar. Tu vida ha de brotar del que te ama por ti mismo, del que quiere tu felicidad y tu plenitud, del que en cualquier actividad es tu descanso.