(Juan 3, 16-18) CUANDO contemplo el cielo, obra de tus dedos, la Luna y las estrellas que has creado, un sentimiento de paz y de confianza profunda me inunda.
Cuando escucho el susurro del viento en las hojas de los árboles, callo tanto ruido vano y escucho tu silencio… todo adquiere otra profundidad, otra perspectiva. Soy como el vino que alegra, como el amor que emborracha: ¡rompe las cadenas de tus prejuicios!; ¡rompe con tus antiguas cobardías y vive desde la entrega!
¡Qué grande, qué inmenso eres, Señor! ¡Eres grande y misericordioso!
Cada niño recién nacido, cada adolescente que se enamora, cada padre y cada madre que mira a sus hijos, me hablan de Ti. Cada enfermo que profundiza su fe, cada persona que se preocupa por los más pobres, me muestran tu rostro.
¡Eres grande y misericordioso!
¿Quién eres, que te entregas a nuestro corazón, siendo tan inmenso?¿Quién eres, que te duelen nuestros sufrimientos y las injusticias que cometen los hombres unos con otros? ¿Quién eres, que te entregaste a la cruz siendo la luz y la vida?
¡Eres grande y misericordioso!
Cuando no me preocupo de ponerte nombre, sé quién eres. Cuando intento nombrarte, cada palabra, golpe de viento, es pobreza y traición.
¡Qué grande y misericordioso eres, Señor!