Carmen Calvo, que fuera ministra de Cultura hasta no hace mucho, refirió en televisión en una entrevista con Jesús Quintero, que el escritor y Premio Nóbel García Márquez le había confesado su opinión de que las mujeres deberían colocarse en primera línea en la política, en las letras, en las ciencias y en el resto de las actividades de alta responsabilidad. Tomar el poder, un poder democrático, se entiende, pero poder al fin. Que si los hombres no entregan la señal también a las mujeres, iremos todos al caos, a guerras más frecuentes, al desastre climático y a todos esos males de los que nos avisan cada día los medios. No conozco, en verdad, si es el caso de Carmen de la que se obtiene buena imagen por su verbo.
Es común decir que muchas mujeres valiosas para los poderes fueron desaprovechadas por ser mujeres. Si el hombre es un misterio para el hombre, la mujer parece que lo es más por sus peculiaridades. De entrada nos parecen más espontáneas y fáciles de entender, mas luego, a poco que se convive con ellas como amigas, parejas o simplemente compañeras de trabajo, se advierten, se descubren, junto a las aptitudes comunes, otras nuevas, diferentes, con una densidad de matices poco común en los varones.
Son dotes de las mujeres la rapidez mental y el lenguaje rico y pormenorizado. Es conocida la capacidad de pasar con soltura de la expresión indirecta a la directa y la fluidez verbal. Sentido práctico de las cosas, rechazo de las ideas inútiles con intuición de qué es lo que hay que hacer y se las diría más apegadas a lo real por el sentimiento y la carnalidad de sus ideas. Por supuesto que estamos hablando de una mujer con una formación e idoneidad semejante a la de cualquier varón con parecida preparación.
Se puede afirmar que no hay una frontera nítida entre los géneros, sino más bien un espectro por el que se circula según circunstancias y cometidos. Ni todos, ni todas se encuentran encuadrados en ningún esquema unilateral y cada vez es más claro que la masculinidad o feminidad es asunto de tantos por cientos biológicos, con una variabilidad muy compleja, y el diálogo entre tensiones culturales y naturales.
Tradicionalmente fueron excluidas las mujeres de los ámbitos del poder (incluso de responsabilidades religiosas), pero está llegando el tiempo, si no está aquí ya, en que el poder deberá depositarse también en la habilidad, la mesura y el tratamiento equilibrado de mujeres que sean capaces de pasar sin traumas de la experiencia a las ideas y al revés, sin perder la autoridad, o sea el poder mismo. La buena marcha de esa dialéctica produciría justeza y por consiguiente buena sociedad en paz.
El Estado democrático es en principio romántico, es decir, tiene más que ver con la intuición que con el discurso y el análisis, según se desprende del protagonismo del pueblo. El sistema democrático es un tren en el que los viajeros nombran al conductor, que conduce sobre unos caminos de hierro que el mismo pueblo ha diseñado después de votar una constitución. En los vagones se habla mucho de voluntades que los políticos tratan de racionalizar en lo posible: estaciones, velocidad, horarios, venta y control de billetes…
Nada impide que la mujer se haga responsable de competencias con las mismas prevenciones que cuando se trata de hombres. Es un territorio bastante virgen por explorar. Necesitamos mujeres y varones que se turnen o compartan tareas máximas y también las intermedias y más sencillas. Y no con una mentalidad de cuotas como quien reparte sin pensar en las finalidades sino, lejos de ello, por la adecuación de cada persona al cargo que se le encomienda.
El ser masculino o femenino o cualquier otro género del espectro genético sexual acompañará a los candidatos todos como el bagaje propio, personal que es primordial en la elección que hace el pueblo. Porque, a fin de cuentas, el programa democrático es elegir a “quien me gusta” y esa expresión tiene tantos referentes como rica y diferenciada es cada persona.