Hacia la tierra de los kurdos (I)
En el extremo este de Turquía, arraigados a su suelo polvoriento y árido, nos encontramos con un pueblo de antiquísimas raíces. Separados por límites fronterizos, aunque no por sentimientos; con una superficie dudosa y sin una cifra exacta de habitantes, nos adentramos al descubrimiento de este insólito lugar, algo más allá de las puertas de Asia.
Con un afán de aventura y ansia de descubrir un pueblo distinto, al que solo por referencias y lecturas habíamos accedido, era ya el momento de ver aquellos lugares que desde hace siglos fueron enclave importante para tantas civilizaciones y por los que pasaban aquellas legendarias caravanas de la ruta de la seda.
Acompañados solo por un pensamiento occidental y dispuestos a descubrir aquellos mitos que durante tanto tiempo corrieron por oriente, comenzamos nuestra ruta.¡ El Kurdistán es increíble !, cierto que lo es, pero más lo llega a ser su gente. Encrucijada de civilizaciones que aportaron un poco de su historia para formar lo que hoy es la idiosincracia de un pueblo que, por encima de todo, se aferra a su fe y su religión.Abandonando el verdor de la costa del mar negro, nos dirigimos hacia Anatolia oriental. La tierra se vuelve yerma, pero no por eso menos bella con el serpenteo de las montañas de altitudes similares a los 3000 metros, y de color indefinido.La soledad es la que impera durante muchos kilómetros y nos acompaña con un absoluto silencio, frente a un paisaje jamás visto, con una sensación misteriosa, indescriptible.Después de muchas horas de viaje y sin cruzarnos con vehículo alguno, por fin se llega a un pequeño pueblo de nombre Bayburk. La tierra parece teñir también la vestimenta de sus mujeres, que impuesta popularmente es de rafia similar a la usada para los sacos, sin más ornamentación ni forma definida.
Después de casi 600 kilómetros, siempre hacia oriente, terminamos en la extraña ciudad de Kars. Se dice de los nativos de esta ciudad que son desconfiados y fríos, pero la realidad es bien distinta. Una vez que toman contacto con el viajero, se tornan hospitalarios y gentiles, pero sobre todo curiosos. Los hay también interesados y empujados por un naciente interés de lucro hacia el turismo, que de forma insipiente comienza a llegar a su ciudad, atraído por las cercanas ruinas de Ani , cuya visita requiere un permiso de la oficina de turismo y un visado de la policía de Kars.
Al caer la tarde se percibe como las mujeres se van ausentando de las calles para dejar paso al gentío masculino, el cielo va apagándose y el silencio penetra en los oídos, perturbado sólo por el canto del almuecín
Ani, la ciudad en ruinas a 44 kilómetros de Kars, es realmente fascinante, irreal, que se levanta en medio de los campos alineados a lo largo del río Arcapay, frontera natural entre Turquía y la Republica de Armenia. Desde allí se pueden ver las atalayas de los vigías ( antes rusos ), y es por su situación estratégica por lo que está completamente prohibido visitarla portando cualquier tipo de cámara fotográfica o de video.
Previamente a traspasar la muralla que la rodea, un soldado se encarga de registrar a los viajeros para comprobar que todo está en regla.
Ani fue en principio la capital de un pueblo urartiano, y luego de un estado armenio ( 953-1045), seguidamente fue conquistada por los bizantinos y vuelta a conquistar por los selyúcidas de Irán , a los que siguieron los georgianos y finalmente los emires kurdos.
Su destino continuó siendo agitado hasta la llegada de los mongoles en 1235, que expulsaron a todos y a cada uno de los pueblos anteriores. Pero los mongoles eran nómadas y la vida sedentaria no tenía ningún aliciente para ellos, así que Ani fue desapareciendo con el paso de los siglos.
Aún sigue siendo asombroso como un estado completamente descuidado se mantienen tras las murallas los vestigios de ocho iglesias, un convento, la ciudadela, una mezquita, la catedral y a orilla de la garganta varias cavernas que aquella época debieron estar habitada.
Bordeando la frontera de Armenia y de Irán nos dirigimos hacia Dogubayazit, en busca del legendario monte Ararat, El viaje lo hacemos en “ dolmus “, vehículo local tipo minibús para 12 personas en el que normalmente llegan a subir hasta más de 20, si escapan a los controles policiales de carretera. El motivo: cuantos más viajeros, más barato es el billete que se va repartiendo entre todos.
Durante el trayecto, la curiosidad de esta gente es inevitable y emprendemos una conversación por medio de gestos, algo absurdos pero llevaderos, mientras el dolmus sigue recogiendo pasajeros por los caminos, allí donde no hay paradas, ni pueblo alguno en muchos kilómetros a la redonda, como aparecidos de repente. Sin embargo, aunque en el pequeño vehículo ya no hay espacio ni para respirar, procuran no molestar al extranjero, que es el único que tiene derecho a ocupar completamente su asiento.
Las fronteras armenias e iraníes quedan a nuestra izquierda, pegada a la carretera, y ellos no cesan de indicarnos con la mano donde estaban las antiguas republicas soviéticas, con una sonrisa pícara. Diseminados a lo largo del camino, los campamentos nómadas con sus rebaños de cabras y ovejas, cuyos dueños nos miran atónitos.