(Mc 14, 12-26)
La experiencia que van reconociendo los primeros cristianos en su relación con Jesucristo es muy especial. Ellos sienten a Jesucristo vivo, pero no sólo como un Alguien a su lado. Sentían que Jesucristo, con su vida, con su muerte y, sobre todo, con su resurrección, se había convertido en la vida de su propia vida. Como la vid sólo produce frutos a través de los sarmientos, así eran los frutos que Jesucristo y los cristianos tenían: toda la misericordia, la entrega o la veracidad que ellos podían vivir eran misericordia, entrega y veracidad del propio Cristo.
Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que me come vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo” (Jn. 6, 51). La vida de la persona y el alimento que toma son una y la misma realidad; si éste no perdiera su individualidad al disolverse en nuestro cuerpo no podría ser la vida del cuerpo: la fuerza y la vitalidad que el alimento nos da es, a una, del alimento y del cuerpo que lo toma. Pero en la realidad espiritual del Pan de vida nadie pierde su identidad, ni el Pan ni el que se alimenta, sin que haya, en modo alguno, separación entre ellos. San Agustín nos lo explica: Cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora no se separa de la cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros.
Durante la vida histórica de Jesucristo lo habían visto como el hombre más auténtico y verdadero que habían encontrado, y que podían encontrar nunca. Pero después de la experiencia de su pasión y muerte, al recordar el gesto de la última cena sin que pudieran tener ninguna explicación para ello comenzaron a experimentar de nuevo su cercanía íntima y su vida plena en ellos. La experiencia de partir el pan en las casas iba abriendo una experiencia radicalmente nueva.
Experimentaban que Jesucristo era la vida auténtica de sus vidas, la vida auténtica de toda la historia, la vida auténtica de los más pobres; se veían colmados de una presencia que los llenaba a todos y que lo llenaba todo. La experiencia de saberse constituidos en su más radical identidad como cuerpo de Cristo al comer el pan de la eucaristía va recreando y dando vida a la comunidad cristiana.