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Apostólico y romano

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(Juan 2,13-33) A algunos les puede sonar mal.

En un testimonio que leí en mi libro de confirmación (no hace más de 30 años) se decía algo así: “Yo quiero ser cristiano; a Cristo todo el mundo lo admira. Pero no quiero ser de la Iglesia; a la Iglesia todos la critican y la ponen verde”. Y no le faltaba razón al muchacho que escribía aquello. Y no le falta razón porque continúan las cosas poco más o menos.

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El próximo domingo se celebra el día de la Iglesia de Roma, de la Basílica de Letrán, símbolo de unidad para todos los cristianos del mundo. Es cierto que en la Iglesia, y en la Curia del Vaticano, necesitamos reformas y más fidelidad al evangelio de Jesucristo. No siempre los testimonios que vemos son los más aleccionadores. Lo mismo nos ocurre a todos los que ostentamos un cargo eclesial representativo. Se nos pide que seamos siempre testimonio de Cristo, y nada más que somos pobres personas, débiles pecadores.

No voy ni a justificar errores del Vaticano; ni a ensañarme con situaciones que a mí me duelen personalmente. Pero sí creo que hemos de afirmar todos, la deuda profunda de fe que tenemos con los apóstoles a quienes los obispos y el obispo de Roma representan. Al ministerio apostólico le debemos el evangelio y la eucaristía, que son los fundamentos de nuestra fe.

El ministerio del Obispo de Roma, del Papa, es el ministerio de la unidad eclesial. De unidad en la Caridad solidaria con los más pobres y en la Verdad que nos lleva a la vida. Esa es la exigencia de su ministerio. Ante esa exigencia debemos todos de ponernos. Porque es muy fácil ver “la paja en el ojo ajeno y no reparar la viga en el nuestro”.

 

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