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El ayuno que Dios quiere

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Lucas 4, 1-13 “¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero? ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa?” (Isaías 58,6.7)

La cuaresma es un tiempo fuerte de conversión para toda la Iglesia. Y para toda la Iglesia la interpelación del rostro de los pobres, en el que contemplamos el rostro de Jesucristo mismo, es esencial. Ningún cristiano está exento de cuestionarse en todo momento, pero en especial en este tiempo cuaresmal, cuál está siendo su actitud ante los hambrientos, ante los enfermos y los presos, ante los niños marginados y las mujeres en situación de explotación, ante los pobres cercanos y los empobrecidos del Tercer Mundo; en ello nos va la fidelidad de la fe y la propia salvación.
Tres recomendaciones nos hacen las primeras lecturas de la Cuaresma: ayuno, oración y limosna. Hemos de ayunar no sólo del consumismo de los ricos, sino de toda tentación de orgullo o desesperanza que paralice nuestro compromiso y nuestra acción. Hemos de negarnos a creer que lo que ya hacemos es lo bastante, que lo hacemos de la forma más adecuada; hemos de ayunar completamente de autocomplacencia que nos deja, como todo tipo de orgullo, solos y estériles.

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También hemos de ayunar de desesperanzas. Tantos cólicos de desesperanza hemos sufrido que tenemos anemia de ilusión y de alegría en lo que hacemos. Nuestras tareas se vuelven áridas y sin sentido. Si hemos de transformar nuestras acciones porque no son adecuadas, hagámoslo; pero sin hacernos las víctimas, como si hiciéramos algo muy grande por los demás. En la cruz está Jesucristo y los más pobres; todavía no nos han crucificado, no nos hagamos las víctimas. Jesucristo, estando incluso en la cruz, no cayó nunca en el victimismo ni en la autocompasión; no caigamos nosotros.

Buen camino hacia la Pascua.

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