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(Juan 3, 16-18) HAY UN FAMOSO cuadro de Murillo que se titula Las dos trinidades, en el que se representa en la parte superior del cuadro a Dios Padre con la bola del mundo en las manos mirando hacia abajo, donde se encuentran el Espíritu Santo y su Hijo, Jesucristo, con una edad de 8 ó 9 años, que está en el centro de toda la escena. A los pies de Jesucristo, su Madre, María, que como Dios Padre lo mira con arrobamiento, y San José, que nos mira a nosotros penetrantemente.

La Trinidad del cielo y la de la tierra se unen en el lienzo. Jesús es quien une cielo y tierra en su propia persona. La armonía y el amor y la mutua entrega de la Trinidad celeste se dan también en la Trinidad de la familia de Nazaret. En las dos, cada una de las personas considera a las otras más importantes y dignas de respeto y consideración. En las dos, todos buscan entregarse por la salvación del mundo.

La verdad luminosa (dogma lo llaman) de la Trinidad nos habla mucho de nosotros mismos, del anhelo profundo que tenemos de entregarnos a quien se nos entrega para no ser dos, sino uno en el amor; de la dinámica creativa que tiene siempre el amor cuando es verdadero, una creatividad que se manifiesta en los hijos y en su cuidado, y en el deseo profundo de los padres de que sus hijos crezcan hacia el bien. La Trinidad en la tierra se llama amor de familia, y amistad en los momentos difíciles; se llama justicia social, y democracia participativa; se llama colaboración en el trabajo, y asociacionismo por el bien común; se llama comprensión y respeto al distinto, y deseo de compartir con los otros lo mejor que tenemos.

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¡Cuánto tenemos que intimar la gloria de Dios para que nuestras vidas sean signo del amor trinitario que se nos ha entregado!

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