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Iglesia samaritana

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entre la tierra y el cielo
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(Juan 4,5-42) VAMOS POR LA vida sedientos, con una sed a la que muchas veces no ponemos nombre y otras confundimos. Vamos sedientos por la vida, y nos parece que estamos sedientos de un cuerpo perfecto que mirarnos en el espejo, o de cuerpos perfectos –casi de plástico- a los que acariciar libidinosamente. Vamos sedientos por la vida, y nos parece que el dinero podría saciar la sed que sentimos, que comprando cosas superfluas seríamos más felices. Vamos sedientos de aceptación de los otros, la anhelamos, la deseamos y acabamos mendigándola: “¿Verdad que soy bueno?, ¿verdad que soy mejor que tal o cual?, ¿verdad que me admiras?…” Y nuestra sed no se satisface con nada de eso.

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial de agua que salta hasta la vida eterna” –dijo el Señor.

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Somos iglesias samaritanas, que compartimos con todos los hombres la sed de la mujer de Sicar, y que como ella hemos encontrado el manantial que nos sacia de acogida y misericordia, de exigencia y dignidad, de sentido profundo de la vida en los momentos de dificultad.
Ojalá nuestras comunidades fueran como aquella mujer; comunidades de sedientos que, habiendo encontrado el manantial de Jesucristo en su vida, comparten con otros el amor profundo y el horizonte amplio de la fe que da sentido a cuanto hacemos y vivimos.

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