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Sacerdote mayor

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(Juan 6,51-58) POCOS AÑOS tenía cuando entró en el seminario deslumbrado por la bondad de Jesucristo y alentado por sus padres orgullosos de que un hijo suyo llegara a ser sacerdote. Mucho tuvo que pasar en el seminario del hambre y la post-guerra. Pero allí, mezcladas con otras ideas no, le abrieron la puerta del gran Amor de Dios Padre en su Hijo Jesucristo, y fue ese amor el que marcó para siempre su vida.

En los años 60 fue paño de lágrimas y ayuda material y eficaz, de muchas familias con serios problemas de pobreza, de enfermedad, incluso de violencia. En el centro de su oración siempre aparecían los rostros de las personas más pobres que a él acudían como única salvación posible, como la única persona, con cierta relevancia, que a ellos se hacía cercano. Nunca dejaron esos rostros, y otros que vinieron, de acercarlo a él al mismo Jesucristo.

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En los 70 fue aliento de transformación y de libertad. Tan cercano a los más pobres, ¿cómo no sentir con ellos la necesidad de afirmar que todos los hombres fueron creados libres por Dios, y que libres han de vivir en la sociedad de los hombres? Las clases de alfabetización se convertían en el lugar donde a los obreros y jornaleros se les enseñaba que eran hijos de Dios y que nadie podía tratarlos sin respeto; que eran hijos de Dios y que a todos, también a su mujer, debían respetar; que eran hijos de Dios y que tenían que ser dueños de su futuro.

Grupos de reflexión y catequesis, visitas a las casas de ancianos y enfermos, conversaciones con los más jóvenes… ¿Qué inquietud verdaderamente humana no ha sido suya? Es verdad que algún cura, más que entregarse por los demás, ha convertido su ministerio en una forma cómoda de vivir. Pero cuántos curas mayores, cerca, muy cerca de nosotros, han estado viviendo lo que dicen cada día: “Tomad y comed que este es mi cuerpo”. Y se han dejado comer por todos los que necesitaban del pan de su aliento, de su consejo y de su compañía para vivir con un poco de fe y de esperanza.

 

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