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(Mateo 4, 1-11) COMPRENDEMOS mal lo que significa el pecado. A veces, entendemos por pecado la transgresión de alguna norma moral o de los deberes cristianos que, en sí misma, no nos suele parecer grave. Pero el pecado mata.

Mata el odio del xenófobo violento; y todos los que ven al migrante como un potencial peligro, más que como un hermano, de alguna manera, alientan ese odio. Mata la lascivia tiránica del violador; y todos lo que viven o alientan una cultura que separa la sexualidad de la afectividad, de alguna manera, están alentando esa lascivia. Mata el egoísmo del explotador; y todos los que viven el dinero y el poder como el sentido de su vida, de alguna manera, están justificando ese egoísmo homicida. Mata el creer que somos Dios, dueños de nosotros mismos, sin tener que dar cuentas de nuestros actos.

El pecado mata la inocencia de los niños, las ilusiones de los adolescentes, la creatividad de los jóvenes, la fecundidad de las familias, la serenidad de los ancianos. Algunas veces esa colaboración con el homicidio es lejana; otras, es directa y acaba manchándonos de por vida. Por eso, la Iglesia nos invita a que vivamos alentando, en nosotros mismos y en nuestro pueblo, la civilización del respeto y del amor.

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La dejación de responsabilidad de las autoridades públicas que provoca que las familias sencillas sufran por estar al pairo de los violentos y los explotadores, también es pecado que mata.

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