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(Mi 5,1-4) MUCHAS VECES los saberes ahogan la verdad, y las virtudes a la bondad. No se me malentienda, los saberes y la cualificación en la propia profesión son necesarios para resolver los problemas; son necesarias las virtudes para que los buenos sentimientos encuentren el camino de la realidad. Pero solo una mirada joven, que redescubre lo importante, que está abierta a lo novedoso, que se atreve a cuestionar las verdades que se han hecho “irrenunciables” nos hace avanzar.

El Mesías podría haber nacido en Jerusalén, la ciudad grande y poderosa, donde habría encontrado el amparo de los maestros de la ley y los piadosos de su tiempo. Pero no fue esa la voluntad de Dios. Dios Padre quiso que su hijo naciera en Belén, una pequeña aldea cerca Jerusalén; y que sus padres se fueran a Nazaret, otra aldea pequeña cercana a un cruce de caminos en la levantisca Galilea.

De “Bet-lejem”, Casa del Pan, inicio del que a sí mismo se llamó “pan de vida”, nos viene la salvación. De la tradición antigua, de los sabores campesinos y pobres, de las esperanzas de los que viven con lo necesario, de los que parece que no cuentan. Para encontrar al Mesías tenemos que ir a Belén.

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Deja esos tontos afanes de grandeza, que llegan a lo ridículo. Abandona tanto inmoderado consumo, que te produce obesidad de cuerpo y de mente. Despójate de tus resistencias a la fe, que mueve al amor y la esperanza. Entonces verás al Salvador.

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