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(Is 11,1-10) CASI DE manera natural, la venida de un niño a una casa, junto con las preocupaciones y los miedos –sobre todo de la madre-, siempre se vive con esperanza y con alegría. Dios quiso que la vida se afirmara a sí misma, y una nueva vida es renovación de la esperanza.

Hasta del tocón viejo y aparentemente muerto de la dinastía de Jesé, padre del rey David, va a brotar un vástago, un renuevo que permite soñar con un rey justo, con prosperidad para el pobre, con una vida en paz. Así llamarán a Jesús: “hijo de David”. También en el tocón de nuestra iglesia, débil y, en muchos lugares, aparentemente muerta, pugnan por brotar yemas de vida nueva en el Espíritu. ¡Qué grande es Dios y qué poder tiene la fe!

Esta es nuestra esperanza: Dios siempre busca maneras de hacer que el anhelo de paz y de justicia, que la comunión profunda y la apertura al misterio de su amor, se renueve en su pueblo. Preparemos el camino al Salvador, enderecemos lo torcido y allanemos lo abrupto, para que cuando llegue a nuestras vidas nos encuentre dispuestos a colaborar con él. Que desgracia sería que el Señor viniera a nuestros y no lo pudiéramos reconocer, obcecados en el orgullo o la avaricia, cegados por la superficialidad y la corrupción. Preparémonos, porque es seguro que viene con el fuego de su Espíritu a darnos vida nueva.
Esperanza es nombre del Adviento.

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