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(Mateo 25, 14-30) BUSCABA DON QUIJOTE de la Mancha, entre las sombras de la noche, el inexistente palacio de la bella Dulcinea del Toboso. Cuando ve la sombra de un edificio alto y robusto, piensa que había tenido éxito. Al clarear el día se dio cuenta que no era palacio ninguno sino la torre de iglesia. Desilusionado, pronunció esta sentencia que ha pasado a nuestro refranero como crítica a un poder institucional al que ni razones ni presiones consiguen mover.

La Iglesia sigue mostrando, a veces, un inmovilismo que justifica el dicho. Cuando mostramos recelo y rechazo contra toda novedad, cuando buscamos los defectos de todo movimiento social y lo juzgamos con dureza, cuando se pretende imponer a toda la sociedad normas morales que solo han de acogerse en la libertad de la experiencia de fe, parece que el refrán tiene razón.
Y el hecho es que no faltan entre los discursos eclesiásticos condenas indiscriminadas de la filosofía moderna y de los movimientos sociales que han conseguido avanzar la democracia y la libertad.

Para que se nos escuche con empatía, y nuestras razones sobre la persona y la sociedad tengan eco, San Pablo nos ofrece un camino adecuado: el reconocimiento de las propias debilidades, y vivir con humildad la tarea de anunciar la verdad del Evangelio.

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Del mismo modo, Jesús tuvo que aceptar que sus paisanos no creyeran en él, sin que ello le impidiera anunciar el Reino. También nosotros, aceptando la libertad y la diversidad de la sociedad, tenemos que denunciar con humildad las ideologías y los comportamientos que deshumanizan, que cercenan la vida, y anunciar la misericordia de un Dios que es Padre y que siempre espera nuestra conversión.

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