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(Marcos 5,21-43) CUANDO DIOS quiso desplegar su poder sobre la historia, para salvar a los hombres de la violencia y el sinsentido que vivimos, envió a nuestra tierra a su propio Hijo hecho hombre como nosotros, que pasó por el mundo como un hombre cualquiera, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado.

Esta decisión inaudita e inimaginable de Dios, casi incomprensible para nosotros, nos permite descubrir el poder de Dios en lo más humano: una caricia, un sentimiento de compasión, una broma hecha con ternura, una petición de perdón… En todo lo auténticamente humano, en todo lo verdaderamente humano, está el poder de Dios para despertar la verdadera humanidad de quien lo acoge.

Si Dios hubiera querido mostrar su poder desde la imposición y la tiranía, hubiera anulado nuestra libertad y nuestra humanidad. A nadie se le puede obligar a amar; el amor solo lo suscita en nosotros quien nos ama verdaderamente, quien nos ama con paciencia, con alegría, siendo capaz de sufrir por nosotros.

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En el evangelio de este domingo, Jesús se nos muestra como transmisor, como dador de vida. Quien se acerca a Jesús, o a quien Jesús se acerca, se encuentra con una vida que lo conforta y lo consuela, que lo levanta y lo dignifica, que le permite ponerse al servicio, él mismo, de la vida. Una mujer largo tiempo enferma y una adolescente en las puertas de la vida son las testigos del poder divino que tiene la humanidad de Jesús. Una pudo, a escondidas, acariciar su manto; otra escuchó, desde el sueño, la ternura de su voz poderosa.

Cuántas veces, también nosotros, hemos experimentado el poder divino de lo mejor de lo humano, en quien nos permitió que le acariciáramos, en palabras de ternura que nos levantaron.

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