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(Juan 15, 1-8) LA SANGRE de Jesucristo, cuando cayó en la tierra desde el altar de la Cruz, sembró de gracia toda la humanidad. De su entrega, en el impulso del Espíritu, siguen surgiendo iniciativas de misericordia y solidaridad, de acogida y de fraternidad en todos los lugares del mundo. Fecunda fue aquella entrega; tan fecunda que está arrancando el pecado de nuestra historia y va haciendo historia de salvación.

Una historia de salvación que se realiza en el corazón de cada uno de nosotros, en amistad profunda con Jesucristo: «ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos»; y que se realiza en gestos proféticos que transforman la historia: «lo tenían todo en común y ninguno de ellos pasaba necesidad». La savia de Jesucristo, la gracia que la fe nos permite acoger, va dando fruto de una humanidad que vive con el alma abierta a la vida nueva que el Padre quiere regalarnos.

Esos frutos maduran dentro de la Iglesia, en diversos grupos e iniciativas; pero también maduran en movimientos sociales que buscan la dignidad de cada uno y la fraternidad entre todos. El papa Francisco lleva tiempo alentando a que los movimientos sociales trabajen por la Tierra, el Trabajo y el Techo, las tres «T» en las que resume las condiciones de vida digna de todo ser humano.

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Cada vez que se consigue que una familia tenga un techo que pueda ser un hogar, cada vez que se consigue que un joven acceda a un trabajo en condiciones decentes, cada vez que se consigue que la tierra se respete, se cuide y sirva para sustento de todos, la savia de Cristo corre por las venas de nuestra humanidad. El cristiano tiene los ojos fijos en lo alto, en la bondad del Padre, pero tiene sus brazos siempre dispuestos a abrazar a los hermanos que sufren.

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