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(Juan 10, 11-18) UNO DE LOS SIGNOS más elocuentes que da la Iglesia de la resurrección de Jesucristo es la vida de los que se consagran al Reino de Dios y a proclamar el Evangelio. La fe en Jesús comenzó así; unos pocos hombres y mujeres dejaron su vida cotidiana y se dedicaron en cuerpo y alma, a tiempo y corazón completo, a anunciar la resurrección de Cristo, a testimoniar con su vida la Vida Nueva del Señor. Primeros fueron los apóstoles, después vinieron los diáconos, después misioneros itinerantes a los que acompañaban mujeres que los ayudaban. Que una mujer o un hombre joven dejen a un lado sus perspectivas laborales y de formar pareja y su propia familia indica que hay una fuerza grande, una fuerza muy grande que los enamora y los hace vivir consagrados al Señor, siendo testigos de su vida nueva para el mundo.

Los consagrados, sacerdotes o religiosas, tenemos el peligro de ir acomodándonos en nuestra vida, de abandonar el primer amor con que Cristo nos llamó, y vivir de manera mediocre nuestra vocación; malhumorados, aburridos, aburguesados… Dios nos libre de caer en el pecado de la tibieza, que quita toda fuerza evangelizadora a nuestras vidas y deja nuestro corazón helado.

Los consagrados estamos llamados a ser en la Iglesia imagen del buen pastor, pacientes y comprensivos, buscando el mejor camino para las personas y la comunidad a las que servimos; arrojados y valientes para combatir las amenazas y los peligros que vienen a la fe desde fuera y desde dentro; cuidando con especial esmero a los más pobres y a los que más sufren.

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Sigue llamando, Señor, a hombres y mujeres jóvenes que sean signos de que estás vivo y atento a nosotros, cuidándonos como buen pastor de tu pueblo.

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