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(Lucas 24, 35-48) LA RESURRECCIÓN de Jesús de Nazaret no es solo una verdad de fe, es la verdad que da sentido a toda la fe cristiana. Jesús resucitado es fuente de vida para todo el que cree en él. Si Cristo no hubiera resucitado, no sería verdad que el amor es más fuerte que el odio; no habría esperanza para que tanta injusticia sufrida por los más pobres se viera un día resarcida. Muchos nombres se nos vienen a la cabeza, que encomendamos a Cristo Resucitado.

De esta verdad fontal de nuestra fe, como no puede ser de otra manera, no hay evidencias. La resurrección ha de ser creída; nuestro corazón ha de abrirse en confianza creyente a la bondad y al poder de Dios. Pero si no hay evidencias, sí hay signos de resurrección.

Uno de ellos es la paz y la alegría que los creyentes vivimos de manera cotidiana y en momentos difíciles. “Se nota que cree usted en Dios. Los que tienen fe viven con más alegría”, me dijo para mi sorpresa, no hace muchos años en el extranjero, una profesora mayor. “Paz a vosotros”, son las primeras palabras que dice el Resucitado mostrando sus llagas.

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Otro es el dinamismo de generosidad y de necesidad de compartir que viven los creyentes. De la serenidad de la contemplación de Cristo han surgido innumerables iniciativas en favor de los enfermos y los migrantes, de los pobres y los marginados, de los desvalidos y de los que no cuentan para el mundo. Cáritas es una muestra de este dinamismo de resurrección. El tercer signo de resurrección es el impulso misionero que hace que cada creyente se convierte en un apóstol, que sólo encuentra su lugar en el mundo cuando es testigo de la vida que Cristo nos regala.

No lo olvides, tu vida también ha de ser signo de resurrección.

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