Trabajadora incansable

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(Juan 20, 19-23) COMO EL CRISTAL que cuanto más limpio, más deja entrar en nuestro cuarto a la mañana y menos reparamos en él; como el aire que llena nuestros pulmones, sin que nos demos cuenta, insuflándonos vida; como la luz que ilumina el rostro de quien queremos, dejándonos ver el resplandor de su mirada. Así es la “Ruah”, el Espíritu de Dios, cuanto más invisible, más necesario; cuanto más imperceptible, más eficaz.

El Espíritu de Dios no deja nunca de trabajar en nuestro mundo. Él hace de manos, y pies, y labios y voz del Padre y del Hijo en nosotros. Cada vez que la enfermedad hace más humano a quien la padece, más agradecido con quien lo cuida, más comprensivo con quien es débil, con más capacidad de disfrutar la vida que tiene; es el Espíritu quien trabaja en su corazón para hacer de él mejor persona. Cada vez que un joven siente el empuje del amor a salir de su propio egoísmo, de su cobardía, de su cómoda y alienante soledad para ponerse en manos de quien ama… es el Espíritu quien trabaja en su corazón para que sea fruto en sazón de la vida que lo envuelve. Cada vez que la indignación por la injusticia, por la mentira o por la explotación levanta el ímpetu de una persona y le hace gritar y trabajar para que su tierra sea más humana… es el Espíritu quien alienta su inconformismo y sus palabras de esperanza.

No hay instante en el que el Espíritu no nos acompañe aprovechando nuestras virtudes y nuestro pecado para llamarnos al amor. No hay acontecimiento en que no nos hable al corazón, como el Hijo habló por las aldeas de Galilea. No hay hermano en quien no podamos acoger su impulso y su vida. En la oración, también, nos habla y nos fecunda el Espíritu, desarmando nuestras defensas, alentando nuestro amor.

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