La trinchera infinita: Muerte en vida

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la trinchera infinita
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Resulta cuanto menos curioso que el grupo de cineastas que forman Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, todos ellos vascos, y en cuyo haber tienen cintas tan interesantes como Loreak o Handía, películas que se centraban en el universo territorial, lingüístico y cultural vasco, se hayan lanzado de lleno a tratar en La trinchera infinita (que en el reciente Festival de San Sebastián se hizo con cuatro premios, entre ellos los de mejor guion y mejor dirección), un universo cultural, lingüístico y territorial eminentemente andaluz. Y lo hace, con un habla andaluza real, que suena a verdad, lejos de esos modos forzados a los que desgraciadamente estamos tan acostumbrados.

España-Francia, 2019 (147′)
Dirección: Aitor Arregi, Jon Garaño, Jose Mari Goenaga.
Producción: Xabier Berzosa, Olmo Figueredo, Iñaki Gómez, Birgit Kemner, Miguel Menéndez de Zubillaga, Iñigo Obeso.
Guión: Luiso Berdejo, Jose Mari Goenaga.
Fotografía: Javier Agirre.
Música: Pascal Gaigne.
Montaje: Laurent Dufreche, Raúl López.
Intérpretes: Antonio de la Torre (Higinio Blanco), Belén Cuesta (Rosa), Vicente Vergara (Gonzalo), José Manuel Poga (Rodrigo), Emilio Palacios (Jaime).

La trinchera infinita es una película sobre la Guerra Civil y sobre la posguerra, pero en la que los enfrentamientos armados, las trincheras físicas, están lejos. Aquí se trata más de trincheras metafóricas, esas en las que muchos vivieron durante años, como los protagonistas de la historia. Higinio y Rosa llevan poco tiempo casados cuando estalla la Guerra Civil. Cuando la Guardia Civil viene a detenerlo, por sus ideales socialistas, huye y logra refugiarse en un pozo junto a otros dos fugitivos. Tras la muerte de estos por los disparos de sus perseguidores, un Higinio herido logra llegar a su casa, donde se esconderá en un agujero cavado en el suelo y oculto tras un mueble. Primero allí, y después en otro escondite parecido, Higinio permanecerá encerrado más de tres décadas, sin atreverse a salir a la calle, por miedo a las represalias.

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Lo bueno de La trinchera infinita es que, más allá del conflicto en sí, se centra en el afán de supervivencia, en la terrible soledad, en la muerte en vida de aquel que decide encerrarse, en el miedo que se mete en el cuerpo y del que es imposible deshacerse, y que dirige la vida. Una situación que, por supuesto, no solo involucra a Higinio, sino también a su mujer, Rosa. Una mujer que desde el primer momento tiene que aprender a vivir una doble vida, la del exterior (donde su marido sigue huido o muerto no se sabe dónde) y la del interior de su casa, con su marido emparedado y que aparece en muy contadas ocasiones, a pesar de que puede ver y oír lo que ocurre, pero no participar.

Y he aquí otra de los maravillosos logros del filme: su soberbio uso del fuera de campo, con momentos de inusitada tensión (incluso sexual) que solo percibimos en el rostro de Higinio, al que el miedo le puede y le ata, le obliga a permanecer oculto, aunque sea su propia mujer, esa Rosa que es el motor que mueve a la familia, la que lo sufra. Evidentemente, todo ello hace que el matrimonio presente grietas, y ayuda a que la tensión y la atmósfera sea asfixiante, no solo por permanecer en ese zulo que Higinio acaba por sentir como el único sitio en el que estaba seguro.

Miedo y obsesión (la de ese vecino que no termina de creerse la historia y que odia profundamente a Higinio y vive por y para encontrarlo y entregarlo a las autoridades) son los motores de una película magnífica en la que también resultan soberbios los trabajos de Antonio de la Torre y Belén Cuesta (a la que estamos acostumbrados a ver en papeles cómicos), y que se presenta desde ya como una de las favoritas para los próximos Goya.

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