Tentación y fe

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(Marcos 3, 20-35) CUANDO LA BIBLIA quiere describir la condición humana propone dos narraciones que dan que pensar. Nos dice, por una parte, que las personas estamos hechas a imagen y semejanza de Dios. No se puede pedir más alta dignidad. Que todo se ha hecho para nuestra felicidad, y que es el amor lo que nos hará vivir en plenitud. Así lo señala el Génesis. Pero, inmediatamente después, reconoce que esa realidad nuestra está herida por el pecado.

La libertad que nos fue regalada ha quedado mediatizada por los errores cometidos, por el pecado, cuya peor consecuencia es encadenar nuestra libertad. Todos nosotros vivimos con heridas. Heridas psíquicas y morales, algunas nos las infligieron los otros; otras vienen de nuestra propia responsabilidad. Somos fruto de nuestras decisiones, en eso consiste ser libre. También de los errores y tropezones, de las caídas y pecados.

La herida del pecado está presente hasta en la relación más sagrada que vivimos, hasta en la familia: celos, afán de posesión, egoísmo, desconfianzas… Ni la relación con nuestros hijos escapa de las heridas de nuestra libertad. Ellos especialmente las sufren, porque en todo dependen de nosotros.

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El único camino que hay para ir sanando nuestras heridas es la fe en Jesucristo. Él nos acoge incondicionalmente; confía siempre en que podemos superarnos; mira nuestro interior con ternura; prepara nuestra historia para que podamos servir al Reino. Ojalá podamos tenerlo como padre, como hermano, como madre, como hijo; ojalá nuestra fe nos haga vivir en intimidad familiar con Él.

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