Me encanta acudir a los banquetes de comuniones en los barrios obreros. Allí, se congregan una amalgama de especímenes humanos y conductas sociales dignas de enumerar.
Jamás se habla de problemas; paro, enfermedades, desgracias o cualquier otro asunto personal de los que nos agobian y acongojan. Todos los amigos colaboran solidariamente, uno hace la paella, otro la carrillada, la vecina del segundo trae dos tortillas de patatas gigantes y la tía Carmen, una olla de caracoles. Casi todos los invitados dejan su sobre o regalo con más voluntad que dinero. Ya se sabe, por aquello del barrio humilde.
Comenzada la fiesta, los botellines de cerveza danzan a más de ‘mil’ hasta que se reparte el arroz; entonces alguien saca unas botellas de vino tinto de La Mancha, que el padre de la celebrante había previsto para un amigo asistente que sólo bebe vino y como es normal, en menos de cinco minutos las tres botellas han volado. A esta altura de la comida todas las balas son pocas.
La chica contratada para los juegos infantiles es gordita y guapetona. La prima de la cuñada, se ha pasado con el escote de sus gordas tetas. El solterón lascivo, taladra a las féminas con la mirada. El hermano tieso, intenta sablear. El de la papa, engancha a todo el que se arrima a su corta área de acción. La abuela ausente, no para de comer. El matrimonio enfadado, miran en sentido opuesto. El del local, que quiere cobrar. Los víveres, se agotan. El barril de cerveza, escupe espuma como una ametralladora. Entonces, aparece la reina de la fiesta, la que todo lo amansa, la única, la divina, la ginebra. Su nombre, demoledor… LA FLOR DE LA RIVERA. Después, después todos los gatos son pardos.
