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(Lucas 21,5-19) LAS PERSONAS SOMOS, de natural, impacientes. Queremos que lo que queremos lo consigamos sin mucha espera y, si puede ser, sin mucho esfuerzo. Pero la vida no es así. Incluso lo que conseguimos inesperadamente y sin buscarlo, después, hemos de conquistarlo, hemos de hacerlo propio, con la lentitud de los días y los años.

Lo que de verdad importa siempre necesita tiempo para decantarse o cristalizarse. La amistad, el amor, la paternidad, hacer con excelencia tu trabajo, madurar personalmente… todo necesita su tiempo, su espera. Una espera que no es pasiva sino activa, en búsqueda; una espera que es, a la vez, preparación para lo nuevo, para lo inesperado.

Podríamos decir que el Espíritu Santo es el divino perseverante, el divino paciente. No cesa de trabajar en nuestro interior, de prepararnos para que seamos capaces de dar frutos maduros de fe y de justicia. No deja de trabajar para que los acontecimientos históricos posibiliten los planes de Dios. Mil años, desde que Abraham salió de su tierra para habitar en la tierra prometida, hasta que el pueblo elegido la pudo habitar. Otros mil, tuvo que estar trabajando con los Jueces y los Profetas para que el tiempo llegara a su plenitud y naciera el Mesías anunciado. Dos mil años lleva trabajando en la humanidad y con la Iglesia para que vayamos acogiendo el Reino de Dios.

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No te impacientes, para lo que vale de verdad hay que emplear tiempo, esfuerzo, buen humor y mucho amor. Porque lo que vale de verdad es vivir en el amor, desde el lugar y las circunstancias en las que estés y en las que Dios te ha llamado. Respira y ten esperanza.

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