Hospitalidad

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(Lc 10, 38-42) UNA DE LAS VIRTUDES más reconocidas de los pueblos antiguos es la hospitalidad. El viajante de aquellos caminos polvorientos se encontraba desprotegido y solo en una tierra extraña; sin tarjeta sanitaria ni de crédito, sin policía ni embajada a la que recurrir en caso de robo o algún tipo de problema. La hospitalidad con el forastero era la salvaguarda de la vida de quien se encontraba fuera de su casa, su posibilidad de volver a su casa si tenía algún percance.

En las tribus trashumantes la hospitalidad era una fiesta. Primavera tras primavera los amigos se encontraban por los mismos senderos al volver con su ganado. La hospitalidad convertía en risas, conversaciones y cantos la monotonía de las noches cuidando el rebaño. La comida no era lo importante, un borrego asado siempre estaba a la mano del pastor; comerlo con el amigo comentando con él venturas y desventuras, sueños y temores, ideas y creencias escuchadas en lugares lejanos… era la hospitalidad la que lo hacía posible.

La hospitalidad sigue siendo una virtud importante; es una virtud que está en la raíz de nuestra humanidad: hospitalidad con el refugiado, con el inmigrante, con el forastero. La hospitalidad es fuente de humanidad; sobre todo cuando nos sentamos con quien acogemos para escuchar sus experiencias, sus ideas, su vida; entonces nuestra humanidad crece en la suya, y la suya se afianza en la nuestra.

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Buen anfitrión, nos ofreces tu presencia, tu sabiduría; el pan que amasaste en tu cruz y el vino que refleja tu mirada.

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