Sacramento

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(Lc 7, 11-17) COMO CUALQUIER persona, los que tenemos fe en Jesucristo, padecemos enfermedades, contrariedades, dificultades; sufrimos la pérdida de seres queridos, nos vemos agobiados por circunstancias adversas. Y, sin embargo, seguimos confiando en que Jesucristo es para nosotros, y para toda la humanidad, fuente de vida.

Si es cierto que en muchos momentos experimentamos las dificultades y las contrariedades de la vida, también lo es que en situaciones especiales hemos acogido el don de la protección, de la ayuda, del impulso de Dios. Sencilla pero sorprendentemente, Dios con su salvación se hizo patente en nuestra vida, y nos abrió a la esperanza de una vida que no acabará. Los milagros cotidianos que hacen surgir y que protegen la vida nos hacen esperar una vida plena y definitiva.

Esos momentos en los que vivimos la presencia de Dios como apoyo y salvación nos hacen comprometernos con el cuidado de la vida, con la lucha por la justicia; alientan nuestras tareas para que todos los hijos de Dios tengan una vida humana y fraterna.

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Es la lógica del sacramento: recibir algo aparentemente pequeño que llena de luz todo lo que vivimos y que nos impulsa a colaborar con el empeño de Dios a que su sueño de toda la humanidad sea un pueblo de hermanos e hijos suyos se vaya cumpliendo. Todos los días vivimos sacramentos de vida, pero no alcanzamos siempre a acogerlos como verdaderos signos de la misericordia de un Dios que quiere que los pobres vivan. El recuerdo alguno de esos milagros cotidianos llena de paz.

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