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Invitados

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(Mateos 24,1-14) CUANDO VIVIMOS desde la verdad profunda de ser hijos de Dios y que Dios es Padre y nos acoge y nos protege, vivimos de una manera distinta, como invitados a un banquete. Eso nos dice el Evangelio.

Podemos quedarnos con una mirada superficial sobre lo que vivimos y nos pasa. Entonces la enfermedad será sólo un problema serio; la crianza de los niños, una tarea exigente; hasta la amistad la viviremos con distancia porque sabemos que nadie es completamente fiel…

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Pero podemos asumir una mirada distinta, la mirada de la fe. Desde esa mirada cada amanecer se convierte en un regalo; el gesto amable y cada caricia de quien nos aprecia en una llamada de Dios mismo a vivir en amor y alegría; cada dificultad que se nos presenta en un reto, en una oportunidad para superarnos, para mantenernos firmes, para mostrar que nos sentimos hijos de Dios, o para acogernos a su bondad si nuestras fuerzas flaquean.

Sin esa mirada de profundidad en la que descubrimos los ojos de Alguien que nos mira y se nos entrega con cariño, nada es bastante bueno, nada es suficiente, nada nos satisface. Nuestro mundo está entretejido con hilos de limitación y pobreza, pero esos mismos hilos mirados con perspectiva, resaltan el arcoíris que se dibuja en cada trozo del paño.
Hemos de aprender a vivir sin alienarnos en la inmediatez de lo que sentimos, ni de lo agradable ni de lo desabrido. Vivir desde la fe convierte nuestra vida en una invitación inesperada e inmerecida a un banquete. Esto nos lo dice quien sabe de dificultades y problemas; quien sabe de ellas es quien lo dice con más convicción.

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