Codicia

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(Mateo 21, 33-43) Nada hay tan creativo como el afán humano de superación. Las personas tenemos un impulso innato por superarnos y crecer, por llegar a cotas más altas y elevadas. Ser persona es trascender, ir más allá. Ese impulso es admirablemente creativo y revolucionario. Es capaz de inventar medicinas nuevas, de convertir el desierto en una huerta, de crear fuentes de riqueza y trabajo, de hacer surgir la belleza de la madera o el barro. Pero, como todo lo humano, ambiguo y necesitado de ser guiado y encauzado.

En nuestros tiempos, ese afán de superación se ha convertido, demasiadas veces, en codicia, en afán por tener más y más. La codicia, omnipresente como la polución, lo está contaminando todo.

Nace del afán de superación humana y es capaz de inventarlo todo, de replantearlo todo. Pero, ha convertido al Dinero en su dios, y acaba pervirtiéndolo y corrompiéndolo todo. Es capaz de dejar morir a personas por seguir rentabilizando una medicina; de especular hasta con la producción de alimentos –con el hambre de los pobres–; es capaz de destruir puestos de trabajo y condenar a familias enteras, por  unos puntos en el balance empresarial; es capaz de provocar asesinatos y guerras. La codicia es la fuerza más destructiva de la historia.

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En su enfrentamiento con las autoridades de Jerusalén, Jesús desvela cuál es el pecado que les llevará a asesinarlo: la codicia. Querrán quedarse con lo que no es suyo, y no dudarán en asesinar al Hijo de Dios. La codicia, que está matando a los hijos de Dios, crucificó a su Hijo Único, Jesucristo.

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