Sobre el tiempo y el momento

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(Lucas 24,13-35) Nadie vive de recuerdos, pero sin recuerdos no se puede vivir.

Las experiencias fundamentales de nuestra vida se apoderan con tanta fuerza de nosotros que pasan sin que podamos en ese momento asumirlas ni pensarlas. Es después, al hacerlas pasar otra vez por el corazón –cuando las recordamos- cuando descubrimos la profundidad que nos hicieron vivir. Recordamos nuestras experiencias compartidas con el ser querido; recordamos los momentos en los que luchamos por la vida y la dignidad; recordamos los momentos duros en los que fuimos fieles a lo que creíamos…; y esos recuerdos consolidan lo que somos, nos dan identidad.

La vida es sucesión de momentos. Momentos aparentemente anodinos y sin importancia; momentos que parecen importantes y que no lo son; momentos, que creíamos de sombras y eran luces para nuestra vida. Recordar, volver a pasar por el corazón nuestra propia vida, es lo que nos hace personas. Recuerda aquellos momentos en los que ardía tu corazón, como les ocurre a los dos que iban de Jerusalén a Emaus y se encuentran con Cristo; recuerda esos momentos en los que parecía que las sombras iban a devorarte y, por el contrario, comenzaste a vislumbrar una luz como de amanecer.

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Recordar necesita serenidad, y un compañero con el que compartir. No te propongo que hagas “bucle” con las memorias que te atormentan, ni que te llenes de melancolía por el pasado. Recordar es poderoso; concede poder sólo a lo que sabes que da sentido. Recuerda tus momentos de luz, de encuentro, porque en ellos encontrarás el ritmo del tiempo que con el Padre te invita a caminar.

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