Hierática, silenciosa,
presa tras un mostrador
donde apenas daba el sol,
mimetizaba el semblante
de entre los llenos estantes
que tenía alrededor.
Una vez compré el regalo
fui a la caja —hasta su altura—
descubriendo la frescura
de sus manos, su mirada
y su pose delicada
que rezumaba tersura.
La china envolvió el regalo
con perfección y destreza;
con tal tacto y sutileza
que, al rematarlo en un lazo,
fue a anudarlo en su regazo
colmándolo de belleza.
El instante —destilando
sensibilidad y estilo—
quiso fraguar un suspiro
que me brotó inesperado:
ella puso un gesto raro,
recatado y sorprendido.
Al socaire de sus ojos;
su sensualidad pausada;
en sus rasgos, su mirada;
tras un perfume oriental,
olvidé la Navidad,
mis regalos y mis prisas,
el reloj con sus pesquisas
y el tren en El Arenal…