¿Quién no ha visto alguna pelea en un campo de fútbol? Jugadores y público enzarzados en algún rifirrafe, ya sea verbal, físico o ambos, teniendo su origen en alguna acción, algún comentario que ha encendido la mecha y que ha convertido el campo de fútbol. Lo vemos en el fútbol de élite, donde existen unas medidas de seguridad para evitar y frenar esta violencia, pero ¿qué puede pasar en los campos de fútbol base donde no hay ninguna de estas medidas y consideramos ya como parte del espectáculo algún hecho de este tipo?
¿Dónde está el origen de los actos violentos? Los campos de fútbol se han convertido en una terapia donde desahogar una serie de frustraciones, de tensiones, de sinsabores que nos produce el ritmo de vida de la sociedad actual. Algunos jugadores salen al terreno de juego más pendientes de demostrar su superioridad ‘animal’ que la futbolística, y buscan el enfrentamiento ante un gesto o un contacto físico en un deporte donde estas circunstancias son fáciles que se produzcan: insultos continuos, respuestas exageradas a situaciones que no la merecen y un largo etcétera de escenas que no se corresponden con un deporte. Los futbolistas deben poner de su parte, demostrar su valía en el terreno de juego, respetando al adversario y no pensar que se está poniendo en entredicho su hombría.
Lo del público ya no tiene nombre, camuflado en la masa, alguien es capaz de decir o hacer cosas que en solitario no sería capaz, por ejemplo, los insultos dirigidos al árbitro.
Afortunadamente estamos hablando de minorías. La mayor parte de futbolistas y público tienen un comportamiento ejemplar, pero estos son muy ruidosos y no tenemos que darles alas ‘riéndoles las gracias’ sino cortando todo conato de violencia. El civismo y la educación son los únicos recursos eficaces para prevenir la violencia. El buen ejemplo de los padres en los campos de fútbol y la labor de preparadores, monitores y entrenadores son factores básicos para lograr que la violencia desaparezca.
