Usar y no tirar

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Cuidar el medio ambiente es una costumbre que se aplica en mi casa por unanimidad. Desde que pusieron los contenedores distintos para cada cosa parece que se nota más la pila de basura que sale del consumo diario en un hogar medio. La verdad es que todo es acostumbrarse y no cuesta nada poner cada envase en su sitio para que luego vaya a su lugar correspondiente y facilitar así el reciclado. Mis hijas, que están educadas para no tirar un papel al suelo, se han tomado la lección tan al pie de la letra, que ahora son ellas las que me exigen a mí que no tire el aceite usado por el fregadero… Que no mamá, que no, dice Rocío. Tú no sabes lo que eso contamina. Es mejor que lo vayas guardando y yo lo llevo en el coche a un punto de recogida. Así lo hacemos.

A las mujeres de mi generación, que somos las madres de los jóvenes de hoy, nos enseñaron las nuestras el valor de las cosas porque ellas vivieron tiempos de gran escasez. Aprovechar bien los recursos es la lección recibida: una máxima antigua que nunca debería quedar obsoleta. Usar y no tirar es la voluntad íntima que me anima cuando me veo inmersa en tanto derroche innecesario de aires a tope poniendo mal la garganta del personal, de los focos encendidos, a plena luz del día, en las aulas, en las oficinas y en las grandes galerías de los centros oficiales. También me duele que se tiren los platos, casi intactos, en cualquier celebración con manteles de hilo, mientras otros se mueren de hambre, y el derroche tonto de tanto plástico en la merienda del chalet…  

A veces pido en la tienda que no me den bolsa y guardo la compra en otras que llevo medio vacías. Ay mijita si tooaa fueran como usté, me dijo, en son cubano, la oronda dependienta de una óptica. Allá en mi tierra se dan tortas la gente por estas talegas tan bonitas.

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Y es verdad que son autenticas obras de pop art. Algunas están ya hasta en los Centros de Arte Contemporáneo como fiel paradigma de la modernidad. Pero tienen la obsolencia planificada porque así lo manda el imperio desde hace ya más de medio siglo y la basura nos mata.  

Yo tengo unas sandalias de vestir que las uso solo en ceremonias y ocasiones especiales y las guardo como oro en paño. Hace ya una pila de años que me las compré pero no están viejas. Las prendas buenas pueden durar toda la vida si se cuidan bien. El otro día las llevé al zapatero para unas tapas y me dijo secamente: venga usted mañana a recogerlas. Tome, llévese la caja y la bolsa. Vamos hombre, le rogué, haga el favor de dejarlas aquí guardadas. Pero no hubo manera… Que no, que esto es muy chico y no cojo más que los zapatos.

Pues heme aquí en la terrible disyuntiva de optar por  pasar la mañana en la ciudad, con un voluminoso paquete vacío en la mano, o bien tirar la bolsa al contenedor del plástico y la querida caja en el azul del cartón. También podía  volver a mi casa y dejar el estorbo. Pero me exponía a perder el autobús y llegar tarde a lo que iba. Bueno, adiós a la caja, me dije. Pero la bolsa la doblo y la guardo en el bolso de mano para salvarla de la quema. Tengo muchas más metidas en otra más grande. Pero no sé porque a esta me une ya un especial cariño.

Al día siguiente me sirvió para ir a recoger las sandalias. Mi bolsa de plástico es blanca y alargada y tiene buenas asas. Me gusta mucho porque no vende marcas de nada. Solo lleva estampada una Giralda por una cara y por la otra este lema: más libros, más libres. La usaré mientras que dure sin romperse… tal vez siempre.

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